I. Introducción
En su aclamado discurso -que constituye el clímax de La Rebelión de Atlas-, el héroe John Galt afirma: “Ningún concepto creado por el hombre es válido, a menos que se integre sin contradicción a la suma total de su conocimiento”.[1] Para el Objetivismo de Ayn Rand, las contradicciones no pueden existir, y el hecho de detectarlas en algún razonamiento es prueba de errores cometidos durante su elaboración.
Si bien resulta loable la aspiración a tener un pensamiento lógico implacable, el conocimiento humano no se adquiere en piloto automático: no viene por revelación de origen sobrenatural, tampoco por absorción instantánea e irreflexiva de lo que acontece alrededor. Requiere activar la consciencia y efectuar un procedimiento volitivo enfocado en los hechos de la realidad a efectos de conceptualizarlos de óptima manera. Y como la omnisciencia no es propia del ser humano, errores involuntarios son pasibles de aparecer; entre ellos, nociones equivocadas que contradicen o colisionan con otras nociones presentes en la mente pensante.
John Galt es retratado como el hombre ideal; aquel que ha alcanzado la perfección moral y se encuentra en completo dominio de su persona, con claridad de valores racionales y un obrar plenamente virtuoso. Sin embargo, Galt no nació con el conocimiento dado, con ideas innatas ya incorporadas en su mente, ni es una deidad omnipotente. Lo que sabe, lo adquirió desarrollando procesos de pensamiento en base a su experiencia sensorial que le permite la elaboración de conceptos.
Pero no todos los personajes empiezan la novela en semejante situación. Además de dicha postulación ideal, observamos el arco de desarrollo de individuos que crecen, se equivocan, adquieren conocimiento, incorporan valores, y descubren contradicciones en lo que sostienen.
El presente ensayo se centrará en las contradicciones albergadas por Hank Rearden y Dagny Taggart. El método a utilizar será el siguiente: identificación del origen de la contradicción; las premisas que necesitan chequear y corregir con el objeto de enderezar su accionar; y ejemplos en la novela que sirvan a modo ilustrativo y eviten la exposición de abstracciones flotantes sin asidero en cuestiones concretas.
II. A) Hank
Hombre exitoso, inventor original, empresario adinerado; las señales convencionales indican que Hank Rearden debería tener la vida resuelta. Sin embargo, es el más conflictuado de los protagonistas. Sufre embates de quienes pretenden dominar su trabajo, y no goza del ámbito familiar que le endilga culpabilidad. ¿Qué hay detrás de semejantes obstáculos a un sentimiento de plenitud?
En la raíz de su pensamiento, se atrinchera la dicotomía mente-cuerpo. Según Leonard Peikoff, esta es la creencia de que todo “es divisible en mente (o alma) versus el cuerpo; lo espiritual contra lo material o lo físico, con la idea de que hay que elegir uno o el otro”.[2] Tal disección genera un inevitable conflicto en la persona, puesto que la quiebra en dos y enfrenta ambas partes: o persigue lo indicado por la razón, o lo dictado por sus impulsos físicos; o sostiene valores intelectuales, o satisface lo que necesita el cuerpo; o hace caso a lo interno, o se deja llevar por lo externo.
Amén de su formulación genérica, la dicotomía presenta diversas variantes. Una de ellas es razón versus emoción, y Hank la sufre a través de la contradicción de premisas entre su trabajo -donde prima lo racional- y su vida social -donde es afectado por lo emocional-.
Esto resulta visible en su primera intervención en la novela, la noche en que atiende el primer pedido de cliente del mayor logro creativo en su vida: el metal Rearden. En el ámbito laboral, rodeado de hornos industriales, Hank aplica sobre sí mismo estándares racionales de altísima exigencia, y saborea orgullosamente el éxito. Así recuerda el camino recorrido hasta llegar a la cima, y siente que la férrea disciplina le ha valido.
Ahora bien, esa noche está marcada por un gran contraste con otra: su fiesta de aniversario de casado, la cual no disfruta porque no quiere pasar tiempo ni con su esposa ni con sus invitados, en tanto no los unen los mismos valores. Las manifestaciones físicas de la molestia no se hacen esperar: siente un peso sobre su cuerpo, y para soportar la reunión intenta “poner la mente en blanco”. Incluso acepta adjetivaciones denigrantes de parte de su familia, por el hecho de dedicarse a la producción y no a valores morales superiores de carácter no comercial.
Hank cree que, por un lado, puede disfrutar de los efectos de su mente pensante que lo llevan al logro industrial; y, por otro lado, puede o debe padecer las respuestas fisiológicas a un entorno social nocivo e intolerable; que puede conseguir todo materialmente, y a la vez acostumbrar su mente a satisfacer personas no importantes porque alguna premisa social no desafiada señala que se los debe. De tal forma, la racionalidad laboral cede en lo social, donde emociones inexplicables -por no detectar su fuente en valores ajenos que se estrellan contra los propios- lo castigan. Experimenta la integración cuando piensa y actúa convencido en aras de la producción; se desintegra cuando asiste físicamente, pero escapa mentalmente de las reuniones sociales.
Otra expresión de contradicción en Hank se da en la base de la moralidad aceptada para su vida. En el ámbito laboral, Hank sostiene la premisa de perseguir su propio interés. Actúa en aras de la proliferación de su negocio metalífero, satisface su ambición personal creativa al inventar un nuevo metal, persigue fines de lucro con su comercialización, y presta conformidad a los resultados obtenidos. Todo ello conseguido contra la marea política y social, que primero critica su egocentrismo por ponerle su apellido a las invenciones y negocios; luego lo acusa de avaricia cuando quiere escalar en ventas; y por último pretende servirse inmerecidamente de sus frutos en tiempos de crisis al reconocer implícitamente la calidad del trabajo otrora vapuleado.
Una escena retrata fielmente lo señalado ut supra: la conversación entre Rearden y Potter, miembro del Instituto Científico del Estado. Potter es un enviado del gobierno para disuadir a Rearden de que expanda su compañía, ya que ello derivará en la quiebra de negocios más pequeños, y ante su rechazo le ofrece un cheque en blanco a cambio de los derechos sobre su metal. El representante oficialista actúa desde una presunta preocupación por la crisis económica, evidencia la negativa gubernamental a reconocer explícitamente la calidad del producto, y advierte bajo amenaza que el Instituto publicará una declaración de condena al mismo.
Sin dejarse amedrentar, Rearden muestra orgullo y sentido del logro. Afirma que el metal es suyo; reconoce la calidad del mismo y sus posibilidades; no acepta culpas por ser un inventor superior a otros que padecen problemas financieros; y aclara que su interés es el mercado, sus clientes y ganar dinero, no el llamado bienestar público.
Por el contrario, en sus relaciones familiares Rearden no es igual de fuerte, y cae en la premisa convencional del altruismo: sacrificar lo propio por el bien de lo ajeno, sacrificar un valor mayor por uno menor. A costa de su preservación mental, acepta el ninguneo de su esposa, el maltrato de sus familiares, y a pesar de ello cumple su “deber” de mantenerlos.
En la noche del aniversario, Hank piensa en “su esposa” como una abstracción, no como la persona con la cual se casó; es decir, como un concepto al cual le debe pleitesía más allá de la concreta persona de carne y hueso que lo encarna. En consecuencia, le fabrica un brazalete de regalo, no porque la ama, sino porque se supone que debe hacerlo –a pesar de que ella lo desprecie y exponga sus presuntos defectos en público-. De igual forma, acepta sostener económicamente a su madre y hermano, por mandato familiar, pese a que lo rebajan por ser hombre de negocios y no solidario.
II. B) Dagny
Fuerte en carácter, convicciones y valores, Dagny es una mujer idónea al frente de una gran empresa. Y si bien conscientemente defiende el lado correcto en el enfrentamiento contra los saqueadores políticos que quieren hacerse de los resultados de su esfuerzo, no está exenta de contradicciones que afloran a lo largo de la historia y van alimentando a sus enemigos.
La variante de la dicotomía observada en Dagny es lo moral versus lo práctico: la idea de que por un lado van los valores y por otro lo que puede hacerse en los hechos, como si los ideales morales fueran una aspiración de imposible concreción por dificultades que se dan en la práctica o porque no tienen asidero en la realidad. Dagny no suscribe un divorcio absoluto entre elementos; pero le cuesta ver que sus errores conceptuales provocan malas consecuencias prácticas, y que lo moral es lo práctico: si ajustara lo conceptual conseguiría mejores efectos.
La crucial y palpable contradicción se advierte cuando debe elegir entre abandonar la sociedad cooptada por saqueadores y residir en la Quebrada de Galt junto a gente productiva; o permanecer en la sociedad e intentar desde su empresa salvarla del colapso.
Dagny entiende que la Quebrada es un lugar de plena realización personal, un ideal que permite vivir según valores racionales. Sin embargo, siente que debe volver a un mundo completamente alejado de tales valores, donde aún tiene una lucha que dar en beneficio de otra gente. Ergo, se decide por la segunda opción.
No está dispuesta a dejar el mundo en manos de autoritarios que lo destruyen, mediante un perverso código moral que enseña a inmolarse por el prójimo sin importar sus merecimientos, y con abrumadora burocracia que veja en sumo grado la matriz productiva del país vía expropiaciones y regulaciones. Sin embargo, vivir con ellos y combatirlos en su terreno implica jugar desde sus términos, y es allí donde ellos ganan.
Dagny comprende la naturaleza parasitaria de los saqueadores que se valen del capital ajeno para subsistir y son incapaces de producir por sí mismos lo que sus víctimas producen. Lo que no comprende es que ella misma los hace posibles, y que a más esfuerzo que haga, más les garantiza su supervivencia puesto que más pueden parasitar. Así mismo, capta que hay personas dignas de ser salvadas de las ruinas porque son fundamentalmente buenas. Lo que no capta es que cada persona debe dar el paso por sí misma y no ser arrastrada a una salvación.
Galt le remarca sus errores en la despedida de la Atlántida. Tiene la posibilidad de residir en la Quebrada, pero aún no alcanza la mente intransigente requerida para ello. Por eso Galt le pide que, si fracasa al volver al mundo de parásitos, y siente “que los más altos valores no pueden ser logrados y la visión nunca se hará realidad, no maldiga a esta tierra”,[3] ya que ha comprobado que vivir de acuerdo a un ideal moral es posible, pero no está preparada para aceptarlo. Ella admite mentalmente lo correcto de tal código moral, pero todavía no acepta en la práctica regirse según sus términos en aquél lugar.
Dagny aún realiza concesiones, no quiere abandonar su empresa, lo que la lleva a seguir soportando las normas de los saqueadores, y cargar en su espalda gente que les obedece. De ahí que John le explica que no existen cadenas excepto las que ella misma se forjó. Ella se condena a sí misma a realizar trabajo esclavo del cual se sirven sus enemigos; en este caso, mantener en funcionamiento líneas de trenes que transportan pasajeros y mercaderías bajo directrices políticas, sin cuyo aporte el gobierno no podría abastecer al país. Más allá de lo material, se apoderan de su inteligencia y la hacen trabajar para ellos.
Por último, Dagny tiene concepto de ego, satisfacción de propios intereses, y defensa de valores más caros. Pero cuando elige someterse a torturas de saqueadores con tal de salvar lo que queda del mundo, a la espera de que la ciudadanía reaccione y aprenda lo que está bien y mal, no fortalece un pensamiento individualista, sino que cae en el concepto colectivista de ayudar a la gente en general. La premisa “salvar a la humanidad” no discrimina entre quienes son dignos e indignos, merecedores y no merecedores, y la deja a merced de los malvados que pretenden dirigir la humanidad. Tal debilidad frente a garras antagonistas resulta contradictoria con la premisa del interés personal.
III. Conclusión
Tanto Hank como Dagny son buenas personas que arrastran errores conceptuales, y necesitan deshacerse de las contradicciones. Lo logran a medida que avanza la historia mediante correctas integraciones.
El productivo Francisco D’anconia le pregunta a Hank: “Si usted no permite que se registre ni siquiera un uno por ciento de impureza en una aleación, ¿por qué la tolera en su código moral?”.[4] Un llamado a integrar su éxito material con su consistencia intelectual, sus conceptos del trabajo con sus relaciones personales, su mente con su cuerpo.
El crecimiento de Hank implica identificar la contradicción entre su racionalidad y egoísmo en el trabajo, y su abrazo a la moralidad convencional del sacrificio respecto de su vida familiar. Una vez que la corrige, se siente libre de vivir bajo sus estándares en todo ámbito, de estar con quien quiera y amar a quien quiera, no por deberes sociales, sino en seguimiento de sus propios valores.
El mismo Francisco le dice a Dagny: “…dondequiera te encuentres, serás siempre capaz de producir. Pero los saqueadores (…) se encuentran en desesperada, permanente y congénita necesidad, a ciega merced de la materia. (…) Necesitan ferrocarriles, fábricas, minas, motores, que no pueden crear ni administrar. ¿De qué les servirá tu ferrocarril, si no te tienen a ti?”.[5] Un llamado a dejar de entregar el trabajo de su mente a quienes lo usan para mantener el sistema que la oprime y obliga precisamente a entregar dicho trabajo. No es una mera batalla por bienes materiales, sino de naturaleza moral.
El crecimiento de Dagny conlleva identificar que ella no necesita parásitos, pero ellos sí la necesitan, y es ella quien posibilita su permanencia en la medida que, actuando bajo sus términos coactivos, les permite apoderarse de lo suyo. Ella se basta a sí misma, puede vivir de sus virtudes, y no precisa salvar nada que no pueda o no quiera ser salvado.
Como se observa, las contradicciones entre premisas deben corregirse, ya que, de perdurar, aún mentes con buenas intenciones se perjudican (personas correctas y productivas que experimentan culpas inmerecidas y se someten a esfuerzos sin sentido), y lo malo se beneficia (políticos parásitos, individuos sin méritos, familiares descarados). Es imposible vivir una vida plena alojando lo inconciliable. El desarrollo personal va atado a la coherencia y la integración, y la novela demuestra cómo alcanzarlo: a través de un camino de crecimiento consistente en identificar correctamente los hechos perceptibles, conceptualizar objetivamente lo que es, corregir honestamente lo equivocado, y vivir racionalmente sin ceder terreno a lo arbitrario.
[1] Rand, Ayn; La Rebelión de Atlas, Grito Sagrado, Buenos Aires, 2007
[2] Peikoff, Leonard; Understanding objectivism: a guide to learning Ayn Rand’s philosophy objectivism, New American Library, New York, 2012
[3] Rand; op. cit.
[4] Ibídem
[5] Ibídem
Ensayo escrito por Ezequiel Eiben, ganador del Primer Premio del Concurso de Ensayos sobre “La Rebelión de Atlas”, de Ayn Rand.